Oscar Tioni actualmente tiene más de 70 años y vive en San Nicolás. En el año 1958, mientras estudiaba odontología en la facultad de Medicina, farmacia y ramos menores en Rosario, tuvo la suerte (o desgracia) de vivir en una pensión del Barrio Pichincha. Oscar muy gentilmente nos hace llegar un relato lleno de anécdotas, vivencias y recuerdos de su estancia en el Barrio. En él, podemos disfrutar de una exquisita descripción de la habitación donde vivía, de los conflictos entre pensonistas, de sus visitas al Teatro Casino. Se relata la vida cotidiana, la hora de la cena, la forma de estudiar, la forma de esconder una simple radio a válvulas, o como afeitarse. Se trata de un relato muy emotivo e imperdible, que lo remontará al pasado.
por Oscar Tioni
Allá por junio de 1958 mi mamá le encargó a un hermano mayor que me buscara lugar en alguna pensión del barrio de “Medicina”, desde donde yo pudiera concurrir a clases de Anatomía y también estudiar esa materia para rendirla a fin de año.
Pasados unos días apareció ese hermano en Villa Ramallo con la noticia de que, en las numerosas pensiones de estudiantes consultadas, ya no quedaban lugares, debido a la altura del año lectivo en que nos hallábamos; no obstante, comentó que le reservaban un lugarcito en una “pensión familiar” de la calle Jujuy casi Ricchieri; lugarcito éste al que fui a dar con mis huesos en aquel frío y lluvioso invierno.
Si usted no conoce la historia y la geografía de Rosario de Santa Fe, le digo que esa ubicación representaba el corazón del Barrio de Pichincha, que en los primeros años del siglo XX fue famoso por la cantidad de prostíbulos allí instalados. Nunca supe exactamente en qué día dejó de funcionar oficial o clandestinamente el último de estos locales, pero para cuando yo llegué se hablaba de más de diez años de “recato y buenas costumbres”
Casualmente justo frente a la puerta de mi pensión se conservaban los locales de dos de esos ex prostíbulos, para entonces convertidos en multitudinarios inquilinatos, en el mayor de los cuales vivían más de ochenta personas, y en el menor, algo menos de sesenta. En una ocasión vi salir dos policías del conventillo más grande y se lo comenté a doña Enriqueta, la patrona de mi casa, y agregué que por lo que yo imaginaba podría haberse desarrollado un hecho de sangre entre los vecinos; pero ella respondió con mucha frescura: -“Viven tantos ahí adentro que también hay policías, que ya salen con el uniforme puesto cuando van a trabajar”.
Tres renglones más arriba, usted leyó por primera vez en este texto la expresión doña Enriqueta; quiero contarle, primero, que ese era el nombre real de la dueña de la pensión y segundo, que he pensado en usar nombres ficticios para mis vecinos, pero si usted tuviera que hacer un relato con personas cuyos nombres reales fueran tales como ese o como el del farmacéutico del barrio, que se llamaba don Anastasio, no podría resistirse a la tentación de mantenerlos; desde ya, pienso tratarlos con humor y a la vez con respeto. Pero en son de confesiones debo también admitir que algunos tienen apellidos de personas hoy famosas, (note que no dije prestigiosas); en esos casos usaré nombres de ficción. Tal es lo que ocurre con los vecinos de la pieza de enfrente a la mía, a los que llamaré don Molina y sus hijos. En tanto, quisiera conservar los sobrenombres de estos últimos que, en un alarde de dominio idiomático, eran la Pochita y el Pochito.
Otro de los nombres que no puedo ocultar es el de Pedro, porque de no llamarse así me costaría mucho revivir sus andanzas, ya que por algunos aspectos de su personalidad se parece bastante a Pedro Picapiedras, aunque por ciertas fechorías, debo adelantar que su conducta no era tan inocente.
El barrio
La edificación era continua, es decir que no había lotes baldíos; las casas eran en su mayoría de una sola planta, aunque también había algunas de dos pisos. Por buena parte del barrio no caminé nunca porque, por falta de experiencia en el ambiente, tenía expresamente vedado deambular solitario por la zona que estaba hacia el Norte de la pensión. Intercalados entre las viviendas se encontraban galpones donde funcionaban talleres de variadas especialidades; prácticamente no había locales de negocios próximos a nuestra casa, pero sí abundaban en las avenidas.
El tránsito por las calles que rodeaban la pensión era escaso y lento, motivado esto por lo desparejo del empedrado; si algún vehículo se atrevía a andar rápido podía llegar a perder una rueda en los desniveles del pavimento. Sin embargo, a poco más de una cuadra de allí, pasaban dos avenidas perpendiculares entre sí, que tenían circulación de tranvías en todos los sentidos, lo que brindaba una comunicación ágil para esa época y, si el viajero sabía manejarse adecuadamente con las combinaciones de líneas, podía llegar en ellos a cualquier rincón de la ciudad.
Uno de los límites del barrio estaba representado por la estación Rosario Norte, desde donde partían y llegaban diariamente los trenes a Buenos Aires, varios de los cuales tenían parada en Ramallo. En esa estación había también servicios diarios a Cañada de Gómez, Pergamino, Venado Tuerto, Córdoba, Tucumán y Santa Fe.
Un vecino diferente
Podría extenderme relatando particularidades de otras casas vecinas como la farmacia de don Anastasio donde compartí tantas charlas; el cine Normandie del que salía sintiéndome protagonista de sus películas policiales; el quiosco de los escalones altos que vendía pastillas de menta sueltas, con las que me provoqué las primeras caries de cuello en mi novísimos premolares; la academia de dactilografía instalada sobre una zapatería de a la vuelta, a la que asistí para llegar mejor pertrechado de conocimientos al servicio militar; etc, pero todas ellas se parecían en parte a alguna de las casas de cualquier barrio, en tanto que yo quiero referirme ahora al histórico teatro Casino, salón de variedades, que era realmente exclusivo; constituía el decano de los locales de representaciones picarescas, donde las mujeres actuaban vestidas con muy poca ropa, pero que comparadas con las de las playas actuales, aparecerían como abrigadas; su público estaba integrado exclusivamente por hombres, una característica que nos resultaba muy natural, pero que hoy constituiría un flagrante caso de discriminación.
Las representaciones tenían siempre algún modesto argumento, el cual era cuantiosamente enriquecido por los cruces de frases entre el público y los protagonistas; recuerdo haber visto formarse un triángulo dialogal entre el escenario y las dos alas de la platea, donde nadie empezaba a reír para no perderse detalle de lo que surgía por otro rincón; si bien no lo aclaré, estoy dando por sentado que usted imagina el tenor de los epítetos que se escuchaban; pero suponiendo que le represente cierto esfuerzo imaginar todo, le voy a brindar una ayudita a manera de impulso inicial. Día X: desde un sitio cualquiera de la platea surgió una voz bien clara afirmando, en el momento que aparecía una vedette de físico exuberante: – “Esa es mi hembra”. Al instante siguiente otra voz tan clara y potente como la primera le replicó: – “Entonces, flor de cornudo debés ser vos”. Algunas advertencias sobre los hábitos de los protagonistas y del público las conocíamos de antemano informadas por el amigo más canchero que nos acompañaba; uno de los consejos era no ir al baño durante las exhibiciones porque al salir, el pobre tipo era recibido por un coro de calificativos vergonzantes. En una de las pocas veces que asistí vi a un señor mayor dirigirse al baño y, siendo que el sanitario estaba debajo del escenario, los que primero veían al que acudía eran los actores; entonces el animador hizo señales de silencio a todos, público y protagonistas, y para el momento en que el hombre salió, todas las miradas estaban dirigidas a él; aquí el maestro de ceremonia le preguntó: ¿Votó señor?, ¿lo hizo a conciencia?. Como el hombre asintió con la cabeza, pidió un aplauso para él por haber votado bien.
En otra de las veces que fui había una escena de strip tease; durante la misma, con música tenue, la protagonista, sentada al borde de la cama, se iba despojando lentamente de la ropa; salvo el fondo musical, lo único que podía oírse era el latido de nuestros corazones, hasta que un bocón se despachó con un comentario descalificante gritándole: -“Che boluda, durante el strip tease no te tenés que reír.
Volviendo al hecho de que todos los asistentes eran hombres, se me impone aclarar que no le estaba prohibido el acceso a las mujeres, sólo que el recato de la época lo convertía en “espectáculo no recomendable”; así las cosas, dos señoras mayores que vinieron de una ciudad del interior, leyeron en La Capital, diario que lo publicaba, el título del programa del teatro Casino y les pareció interesante; cómo el acceso a las damas no estaba prohibido, pudieron comprar sus entradas y pasar al salón. Ya en él eligieron sentarse en la primera fila del largo palco que coronaba a la platea. Sé que entre estos comentarios voy a referirme a cosas que usted decidirá no creer y se me ocurre que ésta es una de ellas: era tanto el respeto que la sociedad tenía por las señoras, que la presencia de dos damas arruinó el espectáculo, privándolo de los improperios habituales, que público y protagonistas se cruzaban diariamente.
En mi memoria me están sobrando dos vigilantes y quisiera hacerles un lugarcito por aquí; resulta que a causa de lo subido de tono del léxico del Casino, siempre se destinaban dos agentes para cuidar el orden, por si algunos se iban a las manos al sentirse ofendidos o simplemente superados en los agravios; bien, ahora quiero contar que en una de las pocas veces que asistí, encontré a los policías parados arriba de sendas sillas, formando una especie de última fila desde la que no hubieran llegado a ver hasta el escenario si no se trepaban en algo. Dejemos por un rato al teatro Casino y vayamos al conventillo propiamente dicho.
Nuestra casa
Vista desde el frente, nuestra casa, que debería ser de 1930, mostraba dos ventanas separadas por la puerta de entrada; había también una segunda puerta similar a ésta que pertenecía al conventillo de la planta alta y que pocos metros más adentro se unía al hall de nuestra pensión a través de una escalera. Si quién me lee sabe sobre conventillos, y además se entera que compartíamos la línea de agua, está habilitado para sospechar que estos dos inquilinatos superpuestos serían fuentes de innumerables enfrentamientos; curiosamente no recuerdo ninguno que tuviera jerarquía, los pocos que se daban no pasaban de alguna indirecta en vos alta o un insulto sencillo, especialmente desencadenado cuando a quienes se estaban duchando se les cortaba el agua; entonces, invariablemente culpaban en voz alta a los del otro nivel.
De las dos ventanas del frente, la del Oeste pertenecía a la habitación de doña Enriqueta y la del Este correspondía a una pieza compartida por un pensionista, que podríamos llamarle el acomodado “casi médico”, y el hijo de la dueña. Eso de acomodado quizá me surja por envidia, pero es que realmente lo era; no sé cuanto más que yo pagaba por mes, pero usaba para vivir la habitación con ventana a la calle. De todos los ambientes de la casa a los que me vaya a referir, sólo el de doña Enriqueta y ése tenían ventana a alguna parte; los demás eras tumbas; sí, tenían sólo una puerta. Todavía no debería abandonar esa habitación porque me falta hablar del hijo de la dueña, pero le prometo que más abajo le dedicaré algunas frases.
La frontera en el tránsito de la escalera que nos unía a la casa de arriba, estaba lograda con una modesta rejita de madera que nos vedaba el paso, pero no obstruía el libre ascenso a los olores de la cocina central. Luego de atravesar el interior del conventillo de arriba, estos olores se unían a los demás generados por las señoras que cocinaban en nuestro patio, y sumados a algunos de los aromas del baño, subían acariciando las puertas de los pensionistas del piso más alto.
El ancho de nuestro patio no superaba los cuatro metros y su largo andaría por los diez; al ser tan angosto y la edificación tan alta, era francamente sombrío; en una ocasión le pregunté a Celia si allí no entraba nunca el sol y me respondió: – En el verano se ve un triangulito en aquel rincón. Por ahora le diré sólo que Celia era la esposa de Pedro, pero sin pretender ponerlo ansioso le adelanto que en este relato tenemos Celia para rato.
Las puertas de las habitaciones que daban al patio eran todas de dos hojas y estaban protegidas del sol y la luz por unas cortinas de junco que se enroscaban sobre sí mismas con el elemental aporte de un piolín y un simple efecto de polea. Ahora ¿Me puede usted decir qué sol y luz me filtraban siendo que vivíamos en las tinieblas?
Mi puerta estaba casi al medio del patio, y se enfrentaba con la de la familia Molina, integrada por un padre de alrededor de cincuenta y tantos años, la Pocha de unos veintitrés y el Pocho de veintidós; la mamá no existía; en ese ambiente no se pregunta si se fue, se murió o si se asustó del lobo y cambió de bosque.
Más hacia el fondo de mi pieza y separados de mí por una pared que llegaba al techo, vivían Pedro y Celia, y hacia el lado de la entrada estaba la piecita donde se alojaba un petiso fornido a quién, por no recordar su nombre, llamaré Ramón; del petiso estábamos parcialmente aislados por un tabique que no llegaba al techo; por lo tanto, por encima del tabique podíamos compartir nuestras miasmas.
Entre el hall y el patio estaba la pieza del matrimonio morocho: ella era muy morocha y él muy morocho; usted me entiende verdad, tengo miedo de poner mulatos y que por allí se me ocurra publicar este relato y me ligue una condena por decirle a esa pareja lo que vistos de afuera se les notaba. En esta opereta, los mulatos tienen poca letra así que simplemente les llamaré “la morocha y el morocho”.
Había una pieza frente a la de Pedro de cuyos ocupantes contemporáneos no tengo registro, pero tuve algún relato jugoso de ocupantes anteriores que más adelante contaré.
Hay una parte de la casa a la que por su jerarquía le voy a dedicar un párrafo largo.
El baño
Nuestro baño estaba ubicado al fondo del alargado patio; su aspecto exterior era modesto y el interior era francamente pobre; unos cuantos clavos oxidados brindaban comodidades para colgar la toalla junto al lavatorio o tal vez algunas ropas cuando nos fuéramos a duchar. El inodoro era blanco, ligeramente rayado en el borde superior por efecto de la arena que adherida a los zapatos chirriaba sobre la losa; (en este momento le rogaré que ponga en marcha su imaginación y no me pida que le explique eso del chirrido de los zapato sobre la loza del inodoro); por falta de tapa de madera o similar era desagradable sentarse en ese artefacto. Otras limitaciones del baño y la falta de toallero adecuado, y un poco de escozor que daba poner elementos íntimos en el piso o en los clavos de las paredes, nuestras manos estaban siempre ocupadas sosteniendo algo; por eso, tuve que aprender a usar el baño con el papel sanitario mantenido con los dientes, postura que iba acompañada con una permanente aspiración por la boca, para no mojar el papel, porque de esa manera perdería su utilidad.
Un pequeño espejo, colgado sobre el lavatorio, completaba el moblaje de aquel baño. Desde el medio del cielorraso bajaba un cable que remataba con una lamparilla en su extremo inferior; esta bombita servía para iluminar y también para que alguna mosca que sintiera asco de posarse en el lavatorio o el inodoro, pudiera descansar allí.
En esa época yo tenía escasa barba (19 años), razón por la cual no necesitaba afeitarme todos los días; pero en el primero de esos días, salí resueltamente de la habitación llevando en mi mano una tacita con la brocha y espuma, toalla y máquina de afeitar, y enfilé hacia el baño. Cuando pasé frente a Celia que cocinaba junto a su puerta, me dijo usando una voz de pito que era frecuente oírle en los momentos álgidos del conventillo:- ¿A dónde va usted con eso? Y yo con aplomo y naturalidad contesté: – Al baño para afeitarme. Y con la misma voz de pito continuó: – Si a todos los hombres de esta casa se les ocurre afeitarse en el baño lo van a tener siempre ocupado, y acá somos diecisiete personas con un baño sólo, así que si quiere afeitarse se compra una palanganita, cuelga un espejo en aquel clavo, y se afeita allí, enfatizó señalando un clavo en la pared del patio, próximo a la puerta de mi pieza. Una breve aclaración: las afeitadoras eléctricas ya existían pero eran un tanto costosas para un estudiante.
Respecto a las ornamentaciones del baño, además del cable con la lamparita, recuerdo una especie de espada de Damocles representada por un morrudo caño de hierro fundido que pegado a nuestro techo le servía de evacuación al inodoro de la planta alta, instalado exactamente sobre la cabeza del que se acomodaba en nuestro inodoro.
Junto a la puerta del baño y por su lado de afuera, había en la pared un par de clavos que, enfrentados a otros dos en el extremo opuesto del patio, sostenían sendos alambres donde las ropas eran puestas a secar. Durante el invierno, con lo húmedo del clima y lo sombrío del ambiente no era extraño que las prendas transcurrieran colgadas una semana o más, obligándonos a hacer todo tipo de contorsiones para pasar entre ellas; y, mucho cuidado con tocar alguna, porque desde un rincón que no veíamos recibiríamos el apercibimiento. Los alambres del tendedero eran de uso común, pero no así los brochecitos, circunstancia que podía servir de inicio para algún diálogo tirante sobre la propiedad de un palito indefinido, (recuerde el lector que eran todos de madera y de un mismo color).
Mis vecinos
Un día en que doña Enriqueta y yo hacíamos cola en la puerta del baño, esperando que se desocupara, aprovechó para comentarme los progresos de su hijo en el colegio; estaba en quinto año de escuela comercial, y como era muy serio y responsable lo solían premiar haciéndolo desempeñarse como celador de su propio curso; vaya a saber por qué se me ocurrió preguntarle la edad del Cholito, y cuando me la dijo debí haber cambiado de cara muy notablemente porque me repitió la edad con agregado de detalles, señaló:- “Si, tiene 25 pero como es menudito se disimula bien entre los de su curso”. Para esto el Cholito, que compartía la habitación con el acomodado, era mayor incluso que éste que andaba por los últimos años de medicina.
Pasando un rato ahora a este casi médico que vivía en la pieza con ventana, recuerdo que, por lo adelantado que estaba en su carrera, se había convertido en el curandero titular de la pensión y en algunos caso hasta le acertaba con los diagnósticos; su función de galeno no se limitaba al tratamiento de una angina, también hacía prevención dando consejos higiénico y además practicaba docencia; y extendiéndome en este aspecto relataré mis recuerdos del día en que entre todos, convencieron a Pedro para que prestara su trasero así el Cholito aprendía a poner inyecciones; la aventura resultó un tanto ruidosa; yo solamente oí el griterío, porque en la pensión nadie debía intervenir ante cualquier bochinche que no le perteneciera. Pasaron en malón desde las habitaciones del frente, arriándolo a Pedro con gran arenga para que no se achicara, se amontonaron todos en su pieza y Cholito comenzó con el ritual de la inyección, Lo primero que gritó Pedro fue:- “Paren que me arde el culo”, pero el casi médico lo tranquilizó diciéndole que sólo se trataba de un poco de alcohol que por excesos en el algodón, se le había chorreado entre ambas piernas. A continuación cuando ya podía gritar por el pinchazo también lo hizo, pero esta vez nadie le reprochó nada.
Yo no estoy del todo seguro si Celia no prestó su marido para la experiencia, con un dejo de placer implícito, porque su amor por Pedro chingaba un tanto, y no sin razón ya que el gordo tenía otro amor, vaya a saber por donde. Personalmente como mi integración en ese ámbito era limitada, yo no hacía averiguaciones, pero el matrimonio de Celia y Pedro no le ponía filtro al volumen ni al léxico en las discusiones, así que con escuchar bastaba. Lo sustancioso del asunto residía en el hecho de que Pedro estaba unido a Celia por el sacramento del matrimonio y a la otra por un par de hijos en común. Una vez la oí que le gritaba que en su pieza no disponía de calzoncillos limpios para alcanzarle porque se los había dejado a todos en la casa de la otra y agregó: -“Yo te los hago y esa te los pierde”.
Eso de hacerle los calzoncillos a los familiares era usual en aquella época; de esa manera las mujeres ocupaban buena parte de su tiempo en costura, aunque en las pensiones había oportunidades donde también los varones teníamos que encarar aguja e hilo para algún parchesito de emergencia; recuerdo una vez que yo estaba reponiendo un botón y reforzando otros, cuando atinó a pasar doña Enriqueta, que por su elegancia en la dialéctica no se destacaba y al ver que yo hacía llegar la aguja hasta donde me daba el brazo me dijo: -“Parece que usted cose con la hebra de María Moco, que le alcanza para tres calzones y le sobra un poco”. Es posible que frases como esas integraran la enciclopedia de apotegmas de la dueña de mi pensión.
Prepárese para encontrarse con una expresión nueva, por lo menos es nueva para mí; se trata de fondo de aforo. Así se llama la parte posterior del escenario de un teatro, es la pared última; después de ella no hay nada más. Bien con el teatro Casino no pasaba así, porque detrás de su fondo de aforo venía a estar la habitación de la familia Molina, detalle que llevaba implícito el hecho de que antes de las doce de la noche, hora en que se terminaba el espectáculo y su bochinche, en esa pieza no podía dormir nadie. Yo estaba exactamente en frente, y con el patio de por medio; pero debo admitir que salvo algunos aplausos, nunca escuché nada.
Para estudiar en ambientes más gratos solía hacerlo en casa de algún compañero donde hubiera mejor iluminación y más silencio; pero había mañanas que debía pasarlo en mi habitación; allí era inevitable oír los diálogos de las vecinas que cocinaban en el patio; las candidatas habituales eran la Pochita, frente a mi puerta y Celia en la habitación de al lado a la mía. Los utensilios para cocinar que sacaban a ventilar eran sendos calentadores a querosén, marca Primus, que montaban sobre un cajón parecido a una mesa de luz. Pasaban largos ratos junto a ellos esperando que hirviera su puchero o guiso, ejerciendo siempre estricta vigilancia, porque los calentadores no eran lo más confiable y menos aun estando al aire libre; y aunque no todos los días, la morocha, de la pieza de los morochos, solía plantarse junto a su cacerola en el extremo del patio que lindaba con su habitación.
La Pochita y Celia se intercambiaban comentarios sobre artes culinarias en lo referente al plato del día, sus condimentos, el momento de agregarlos, los tiempos de cocción, etc; en las ocasiones en que la morocha no quería llenar de vapor su habitación y sacaba su equipo de cocinar al patio, las otras dos, veteranas del ambiente, le hacían preguntas ingenuas posiblemente para meterse en su intimidad; pero la morocha contestaba con la menor cantidad de palabras posibles y en voz bastante baja.
Mi pieza
Creo que mi habitación era la más grande de todas las de la casa, por esa razón la conocí dividida en dos partes por un tabique que, como ya conté, no llegaba al techo; detalle éste que me permitía tomarle la frecuencia respiratoria al petiso Ramón desde el otro lado, con sólo contarle los ronquidos por minuto. La división era desigual, del lado de Ramón era habitación individual y del lado mío era compartida; aunque durante un par de meses la otra cama de mi habitación, estuvo sin ocupante.
El sistema de iluminación podría calificarse de lamparita mortecina, y realmente lo era; un largo cable que venía desde el techo la ubicaba un poco por encima de mi cabeza, referido esto a la altura, porque por razones estratégicas, lo que había debajo de la bombita era la mesa.
La mesa era el mueble universal; de forma cuadrada, de unos setenta centímetros por lado; patas y tabla de madera, en ella se podía hacer todo lo que no estuviera prohibido; se estudiaba, se escribía; servía para planchar pero estaba vedado por el consumo de corriente que representaba una plancha; servía para poner una radio, pero este elemento estaba alcanzado por las mismas restricciones que la plancha.
La radio merece un párrafo más jugoso; debo advertir que el dormitorio estaba sujeto a las prácticas de la requisa; por normas conocidas en la casa, pero no escritas, doña Enriqueta estaba facultada a revolver la habitación en cualquier momento, aunque por razones de prudencia prefería hacerlo cuando el ocupante no estaba; para moverse con mayor tranquilidad, siempre encontraba alguna vecina que le hiciera de campana. El consumo de electricidad de una radio de aquella época era próximo a los cien wats, por eso nos controlaba exhaustivamente para que no la tuviéramos. Desafiando las reglas y a riesgo de que me expulsaran del conventillo, me traje de Villa Ramallo una radio convencional que una amiga de casa cambió por una moderna a transistores, y mi suerte quiso también que encontrara una caja de embalaje con armazón de madera, donde me cupo justo esa radio vieja que me regalaron, y con sólo hacerle tres pequeños agujeritos al cartón, frente a donde estaban las perillitas del aparato, quedó completado el enmascaramiento; con eso ya podía disfrutar de un elemento de confort sin que la vieja lo notara. Pensándolo bien, creo que era más placentera la transgresión a la rigurosa norma que el rato de entretenimiento que me pudiera brindar la radio.
Me falta seguir con la enumeración de las aplicaciones de la mesa; tenía este mueble otra función, quizá la más universal de todas las mesas: se la usaba para comer. El ritual se desarrollaba habitualmente así: revoleando trapos como papeles que lleva un viento, entraba a la pieza doña Enriqueta diciendo – “Permiso”, palabra que se le oía cuando ya estaba adentro; con un repasador blanco grande le daba un par de golpes a la mesa, y enseguida la cubría con un mantel también blanco que traía en la otra mano, con la rapidez de un prestidigitador le hacía aparecer encima un vaso, una jarrita con agua, un pan y como detalle de color un salerito cachado. Volvía a salir y a los pocos momentos reaparecía con un plato que venía servido desde la cocina, el que llegaba acompañado por los cubiertos correspondientes. A la edad que yo tenía podía digerir cualquier cosa, aunque me atrevería a afirmar que las comidas fueron discretamente buenas y de volumen suficiente; pero yendo a detalles tristes, recuerdo aquel almuerzo representado por un único y escaso plato de arroz blanco, que llegó sin el pan de costumbre y acompañado de un comentario hecho en forma agresiva que rezaba más o menos así:- Hoy hay paro general y esto es toda su comida. Doña Enriqueta no había entendido que el paro era de empleados enfrentados a patrones y no de patronas contra inquilinos. ¡Qué hambre pasé ese día! y ¡qué depresión al recorrer con la vista las paredes despintadas y el techo carcomido de la pieza, con el repique en la mente de un sobrante de espacio en el estómago!
Necesitaría explayarme un poco sobre ciertas características del techo de mi habitación. Para que la gente lograra sobrevivir con una sola puerta en cada pieza, se les hacían bien alto los techos, así la reserva de oxígeno le permitía respirar hasta que alguien volviera a abrir la puerta y tendiera a igualarse con el aire exterior. Como ya conté, la casa tenía algunos cuarenta años y debido a que los revoques suspendidos gozaban de poca estabilidad, mi techo presentaba huellas de fragmentos que ya se habían desprendido mostrando desnudos a los ladrillos que lo sostenían. Quiso la suerte que uno de los fragmentos que faltaba caerse quedase justo sobre la vertical de mi almohada, representando mi piedra de David puesta donde iría la espada de Damocles. Con la mortecina luz del velador era esa la última imagen que registraban mis ojos cada noche antes de dormirme; esto fue generándome rictus protectores como dormir con un brazo cruzándome la cara y otros como rodar en la cama al percibir las primeras arenillas en la piel. Así las cosa, quiso la suerte que una mañana bien temprano, me viniera a despertar el casi médico que vivía en la pieza con ventana a la calle; este personaje no tuvo mejor idea que, a ese rostro plácido del durmiente, sacarlo de ese estado de reposo refregándole una mano por encima de su cara. Instantes después el casi médico mismo gritaba: ¡PARÁ! , ¡PARÁ! Mientras yo lo contemplaba confundido desde el suelo junto a mi cama; a partir de allí el casi médico me pedía disculpas y me decía que nunca hubiera imaginado que yo fuese a tener semejante reacción. ¿Qué había ocurrido? Era tal la mentalización que formé sobre la caída de los cascotes del techo, que al sentir que me tocaban la cara rodé violentamente hasta afuera de la cama. Cuando me mudé del conventillo el revoque amenazante del techo todavía no se había caído.
La llegada de un compañero de pieza
Como ya comenté antes, por uno o dos meses estuve solo en mi pieza; la cama de mi vecino se me presentaba todos los días como una amenaza a mi tranquilidad. ¿Quién y qué tal sería mi acompañante? Hasta que por fin un día se apareció doña Enriqueta presentándome al nuevo pensionista; cuando se retiraba la patrona le dijo:- Ahora que ya es grande espero que se porte bien.
Eso de nuevo pensionista es una manera de decirlo porque se trataba más bien de un pensionista reincidente; resultó un flor de tipo, creo que se llamaba Pagani; lo primero que me contó fue que ya había vivido allí cuando recién llegó a Rosario a estudiar medicina, pero por problemas de disciplina lo habían echado del conventillo; y sin muchos prolegómenos pasó a contarme su aventura. Él y otros dos compañeros más, estuvieron instalados en la pieza que linda con al baño, la que está frente a la de Pedro y Celia. Por ese entonces don Molina, cocinero de restaurante, que tenía por costumbre tomarse los vinos sobrantes de los comensales, volvía siempre en curda del trabajo. Parece que este pobre se sentaba en el inodoro, (que por esa época a lo mejor tenía tabla), y se quedaba dormido allí por efecto de la borrachera; entonces Pagani y sus compañeros golpeaban y gritaban en la puerta del baño con violencia, provocando que el borracho se levantara enfurecido; para esto los estudiantes, jóvenes y ágiles, se metían a su pieza, cerraban la puerta, la apuntalaban con un ropero y sostenían ese bloque con las manos riéndose por lo bajo, mientras don Molina les chairaba una cuchilla en los mosaicos de su entrada y los desafiaba a salir si eran machos. Contaba Pagani que al día siguiente, cuando se le había ido el efecto del vino, el viejo no recordaba nada y los saludaba con absoluta cordialidad.
Este mismo Pagani, miraba un día el Rouvière (libro de Anatomía) que yo leía, y poniendo atención en una lámina de músculos de la cara, repetía tartamudeando sus nombres mientras parecía invadido por una profunda nostalgia; luego con frases no tan bien hilvanadas me decía: – “yo a esto lo estudié.” Y luego, entre otras: – “uno es un boludo… mis compañeros ya están como por quinto y examinan pacientes, mientras yo hago planillas en un frigorífico”.
Voy desafiar a mi melancolía mencionando que ese tema: “músculos de la cara” fue uno de los que expuse cuando aprobé la materia a fin de año.
Yo había ido a la universidad para aprender una ciencia, pero sin que lo notara el conventillo me daba clases de un arte; del arte de vivir y del de convivir. Recién relaté la manera dolorosa con que Pagani, sin decirlo, me dijo: pibe estudiá que si no te podés arrepentir. Ahora me corro a la otra punta de la escala social para contar sobre, la vez que el petiso Ramón, en ocasión de hacerme una visita breve mientras esperábamos que sirvieran la cena, y prácticamente sin trasponer la entrada comenzó su exposición apoyado en la hoja puerta que se mantenía cerrada por el mecanismo de falleba que la sujetaba al marco por la parte de arriba y de abajo. En un momento del corto diálogo, a Ramón debió picarle la espalda, entonces comenzó a refregarse contra el canto de la hoja cerrada en todas las direcciones; para arriba, abajo, derecha, izquierda y en redondo, haciendo parecer, con el ruido que provocaba, que iba a terminar arrancando la puerta; una vez terminada la música y su danza, muy modestamente le insinué que rascarse así quedaba feo, que esas maneras eran comunes entre las vacas y los caballos, pero como los humanos tenemos brazos largos y muy articulados debíamos preferir rascarnos con las manos; él me respondió que sus amigos se rascaban todos así y que no pensaba hacerlo de otra manera. Me había brindado otra clase gratuita sobre estilos de vida. Yo no escribía el diario de mi vida en el conventillo, pero me atrevería a asegurar que Ramón no volvió a visitarme.
Doña Enriqueta va a la novena con dos pensionistas
Esta verdad necesita ser pensada y explicada. ¡Cuánta armonía y paz debería reinar en un conventillo para que la patrona asistiera a una novena junto a dos vecinos! Debo darle tiempo para que usted se forme una imagen mental mientras me va leyendo; seguramente visualiza a doña Enriqueta vestida toda de negro con una mantilla del mismo color y a ambos pensionistas de traje oscuro y actitud recoleta. Bien, calculo que para mi placer ya lo hice confundir. Ahora le voy a clarificar la afirmación usando expresiones más vulgares: a dos tipos de la pensión que estaban discutiendo acaloradamente, doña Enriqueta, aprovechando sus dotes de sargenta y antes que se fueran a las manos, los cargó en un taxi y los llevó a la comisaría novena – que era la que correspondía al barrio – para hacer todos juntos una exposición oral frente al oficial de guardia.
Sobre algunos diálogos
Las palabras, en los intercambios de opiniones, tenían distinto peso según donde se las expresara, así por ejemplo nadie que no fuera doña Enriqueta, era capaz de pararse en el medio del patio a defender un punto de vista; cada cual que quisiera decir algo pretendiendo la aprobación de su enfoque lo hacía desde la puerta de su pieza. Conviene aclarar que había un sitio neutral en el que se podía hablar libremente, sobre temas generales y sin la obligación expresa de tomar posición; ese sitio era la puerta del frente y su vereda circundante; debido a que las piezas estaban mal ventiladas, cuando el clima resultaba agradable, se solía encontrar a convecinos en la puerta tomando aire puro y charlando de intrascendencias.
Una de esas veces, en que salí a ventilarme a la vereda, quiso el destino que pasara por allí Carlos Ramos, un compañero de facultad entrerriano, al que hacía más de un año que no veía; se detuvo a intercambiar unas palabras, me señaló que vivía en una pensión cercana y se ofreció para ayudarme en alguna duda que tuviera ya que él cursaba materias que yo no conocía. Si las amistades marcaran con una piedra fundamental el lugar y momento de fundación, aquí debió ponerse el mojón número cero de una de las más grandes amistades que tuve en mi vida; con él compartimos clases, horas y horas de estudio, un año de servicio militar en la misma compañía, y tantas vivencias más; hasta una vez le dije: -¿Mirá que linda es la rubia de cabello largo que te está relojeando desde aquel banco?. Con esa rubia tuvieron tres hijos y compartieron dos nietos. El destino quiso que a los sesenta y seis yo fuera a sollozar sobre su tumba, poniéndole el hito final a esa amistad.
Le pido perdón al lector, no era mi intensión hablar de temas tristes, pero no pude evitarlo, mi amigo estaba allí, frente a la puerta del conventillo y quise que usted lo supiera. Y ¿quiere un poco más de ambiente de nostalgias?. Si, acertó al imaginar que estoy lagrimeando.
En otra de las tarde de aire limpio en la vereda, estábamos conversando con Celia, sobre bueyes perdido cuando, debido a su buen manejo del idioma, se me ocurrió preguntarle si había cursado algún año en la universidad, y esta mujer con todo desparpajo y frescura me dijo que ella ya estaba recibida; cuándo yo quise saber de qué, Celia me respondió: -“de cornuda conciente”. Vaya a saber que habré contestado, porque esas frases así, a boca de jarro, lo dejan a uno descolocado.
A la hora que no pasaba mas nada
Había transcurrido ya la hora de la cena, la casa iba adquiriendo “su” silencio nocturno; cuando resalto “su” silencio es porque el lector debe recordar que estábamos en un conventillo con otro conventillo encima y un teatro de variedades al lado.
De pronto la calma fue rota por una voz de hombre que decía: ¡ESTOY HERIDO¡ ¡HIJA, ESTOY HERIDO!. Pegué un salto de mi silla y me planté en la puerta; venían de a tres por un pasillo donde sólo cabían dos; al medio don Molina, doblado por la cintura; del brazo izquierdo lo ayudaba con buena fuerza el morocho de la pieza de los morochos y del derecho venía agarrada como a remolque la Pochita diciendo: – PAPÁ, ¿QUÉ TE PASÓ?; detrás del conjunto venía doña Enriqueta, quién con una pirueta propia de un petiso ágil, quedó primera al atravesar un ensanchamiento del paso.
La patrona actuó con rapidez; con un brazo extendido me señaló el interior mi pieza y me dijo: – Usted se mete adentro, cierra la puerta y no asoma la nariz. Apenas alcancé a decir:- Pero, doña Enriqueta, yo puedo ayudar. Mas la vieja venía resuelta: -¿Qué ayudar ni ayudar? Ya estoy cansada de las heridas de este viejo, se emborracha y para no confundirse de puerta se hace traer con el cuento de que está herido. Y me ordenó: -Se mete adentro y cierra la puerta hasta que haya pasado todo.
Debo admitirlo, no me dejaban escuchar radio, pero la casa tan aburrida no era; lo que le faltaba era un sistema de anuncio previo, como para que uno pudiera estar preparado para el suceso a desarrollarse.
Los de arriba
En el piso de arriba de nuestra pensión había una casa con una distribución muy similar y destinada a los mismos fines; es decir, como ya lo señalé antes, éramos dos conventillos superpuestos. La que administraba las actividades del otro era una “polaca”, jubilada de alguno de los prostíbulos de la zona, de unos cincuenta y tantos años, de piel muy blanca, con cabellos inocultablemente teñidos de rubio; era un poco gordita, pero en esa época se toleraban unos quilitos, que además eran convenientemente entallados con una estranguladora faja elástica. En los pocos meses que viví en el conventillo nunca hablé con ella; a su voz se la oía sólo de vez en cuando desde allá arriba. Si debiera elegir una de las ocasiones en que la oí contaría sobre la vez le dirigió un violento insulto a uno de sus pensionistas, mientras recorría el angosto pasillo con forma de balcón, que unía por fuera las piezas y el baño. Esto, expresado así induce al lector a sospechar que el hombre podría haberla manoseado al pasar, pero poniendo atención al hecho de que se trataba de una prostituta jubilada y uno de los pensionistas le tocaba algún lugar íntimo, más que un agravio representaba un elogio. Lo que había hecho el hombre se supo cuando la polaca, unos pasos más adelante y después del insulto remató: -¿Por qué no le eructa en la cara a su madre?
Me supo contar mi amigo don Anastasio, el farmacéutico de la otra cuadra, que como él la conocía desde muchos años antes, en la época de esplendor de esta mujer y de los prostíbulos, no se mezquinaban a la edad de viejos el intercambio de frases picarescas, y que en una ocasión bastante reciente se sitió muy superada por los dichos del gallego (don Anastasio), no encontrando mejor respuesta que darle al farmacéutico una patada en el trasero, pero habiéndose olvidado que estaba calzada con tacos altos; la pobre polaca se trastabilló en el mismísimo local de la farmacia y cayó sentada de cola, golpeándose violentamente el “huesito dulce”. Contaba mi amigo que era tal el dolor que esta mujer tenía en el rabo, que primero debieron pasar un buen rato hasta poderla parar y luego, un rato mayor para que arrancara a caminar. Pasado un tiempo, entre sonrisas que tenían aroma a pena, don Anastasio me supo decir:- Anduvo rengueando como dos meses la pobre polaca.
El inventor de la rueda
Parece que a Pedro, que andaría por los cuarenta y cinco años, lo quisieron despedir del molino harinero en que trabajaba como chofer de camión; su actividad se limitaba a una especie de traslado local de harinas, del molino a clientes mayoristas o al puerto; es decir que no viajaba a otras ciudades, motivado esto por una razón muy simple: su vehículo era de antes de 1930 y no superaba en velocidad al trote de un caballo; se trataba de un Internacional con aspecto de prototipo infantil: un chasis, una cabina cuadrada, con techo y parabrisas pero sin vidrios laterales, una caja de carga plana donde se estibaban las bolsas de harina a transportar y cuatro ruedas grandes con gruesas llantas de hierro. En aquella época era fácil identificar a las bolsas como de harina porque eran de tela blanca y estaban rebozadas con su propio contenido.
Para que el conjunto estuviera completo existía también un acoplado, representado por otra caja plana como la del chasis, con una especie de respaldar de cama en la parte delantera, cuatro ruedas y una lanza triangular para engancharlo al camión. Si bien este equipo de camión y acoplado era antiguo y modesto, no estaba para nada destartalado; pero sí carecía de elementos de confort como el representado por la calefacción; Pedro nos solía contar que en los días muy fríos le costaba mantener el calor de su cuerpo; entonces, durante el recorrido al puerto, ponía el camión en segunda velocidad, se bajaba al empedrado y trotaba una media cuadra a la par del vehículo, tomado del volante con una mano que pasaba por el agujero del vidrio faltante.
Después de prolongadas tratativas, de las cuales sólo supe las partes que llegaban por el aire del patio, parece que el molino harinero llegó a un arreglo con Pedro: él debía renunciar a su trabajo como chofer de la casa y la empresa le pagaba su retiro entregándole el camión. Vista esta operación desde un ángulo absolutamente ajeno a los intereses de las partes, me atrevo a afirmar rotundamente que el molino harinero se sacó de encima dos clavos en una misma operación.
Como era de imaginar, el camión de Pedro pasó a ser una extensión del conventillo, a partir de allí, salvo que estuviéramos hablando con su dueño, le llamábamos nuestro camión.
Tenía el garaje de los pobres, es decir estaba siempre frente a la puerta, salvo cuando le salía algún viaje. Yo sabía conducir camiones por haber repartido pan con mi papá en uno de ellos, pero nunca le pedí a Pedro que me dejara manejarlo aunque en verdad me moría de ganas; frustración que tuvo sus beneficios ya que tampoco nunca me levantaron en las mañanas frías, como a otros de la casa, para que ayudara a empujar el camión porque no arrancaba.
Si bien comenté que el camión tenía cuatro ruedas y otras tantas el acoplado, me está faltando decir que existía también una rueda de auxilio, que a poco de llegar se convirtió en el elemento más popular del conjunto ya que se mudó a vivir con nosotros.
Pedro tenía miedo que se la robaran así que la metió a la casa; ya cuando iba entrando, la menuda pero enérgica Enriqueta lo paró en seco, y le advirtió que no quería ese estorbo dando vueltas por la casa; a pesar de lo corpulento que era el hombre, se disculpó enseguida y le prometió que esa rueda no iba a quedar molestando en ninguno de los lugares comunes a todos los pensionistas.
Yo nunca entré al dormitorio de Celia y Pedro, pero por tener paredes en común con mi pieza me atrevo a imaginar sus dimensiones; y sabiendo cuales eran las necesidades para la vida en un conventillo, también me animo a enumerar su moblaje. La pieza, que era cuadrada, debería medir uno cuatro metros y medio por lado, y contener una importante cantidad de muebles, enseres y utensilios, algunos comunes en casi todos los dormitorios de parejas, como una cama matrimonial, un ropero, alguna mesa de luz; en el caso de las sillas, deberían tener por lo menos, una para cada uno, porque ese dormitorio era también el ambiente de estar; cuando ocasionalmente llegaba alguna visita de la intimidad, se le ofrecía a ella la silla y el anfitrión se sentaba al borde de la cama. La mesa bebía tener buena superficie y fortaleza en las patas porque en ella se cocinaba, se amasaba y se comía; allí se hacían las costuras, se leía el diario, se escribían las cartas a los parientes, se desarmaba el despertador para lubricarlo, se doblaba la ropa antes de guardarla, y mil aplicaciones más. Existía un pequeño mueblecito, del volumen parecido al de una mesa de luz, que era usado para ponerle encima el calentador de cocinar; éste era de una sola hornalla y debía alcanzar para todo: calentar el agua para matear, hervir el medio litro de leche que les dejaba el repartidor, cocinar los alimentos de almuerzos y cenas, teniéndose presente que debía ser transportable para instalarlo en el patio, junto a la puerta de la habitación cuando el clima lo permitiera.
Siguiendo con la enumeración, se me ocurre que una repisa o armarito contendría las cacerolas, los platos y los cubiertos; por ahí también andarían los paquetes de yerba, azúcar, harina y fideos, ya que no se podían guardar en el ropero porque tomaban olor a naftalina. La sal, el aceite, el vinagre, la pimienta y otros condimentos elementales deberían también tener su lugar. La botella de vino y un par de sifones quedarían parados por algún rincón, junto a la damajuanita del querosén para el calentador. Con relación a algún espacio para guardar frazadas, no lo había; éstas se doblaban prolijamente y se acomodaban bajo el colchón. Dado que este matrimonio hacía varios años que vivía en esa pieza, de la casa con un solo baño para diecisiete, no resultaría extraño que tuvieran por allí la clásica bacinilla blanca enlozada, aunque fuera sólo para las emergencias. Algunos clavos de distintos tamaños puestos en el marco de la puerta y en las paredes actuaban de perchas para colgar: toallas, repasadores, llavero y la bolsa de tela para el pan.
Pero para que este dormitorio estuviera completo le esta faltando una rueda y Pedro se la proveyó.
Un día llegaba gran alboroto desde la pieza de siempre, la de Celia y Pedro. La mujer le gritaba: – Mirá donde quedó la cama, por allá arriba. Pedro había acomodado su amada rueda debajo del elástico de la cama; lo hizo con toda naturalidad, como quién mete un par de pantuflas; lo que no supo calcular previamente fue el espesor de esa cubierta.
Para el momento que se terminaron las clases y abandoné el conventillo, Celia ya se había acostumbrado a dormir “por allá arriba” y con aroma a caucho, subiéndole desde abajo.
Hace unos días, es decir, a más de cincuenta años de los momentos que generaron estos relatos volví a pasar por la puerta del conventillo. ¿Sabe cómo está? Está igualito, aunque se lo ve más lindo, pintado de colores modernos. Todo en el barrio ha cambiado; el empedrado es asfalto, la iluminación es abundante, la farmacia de mi amigo se cerró, el teatro Casino y el cine Normandie ya no están, los tranvías son historia, pero el conventillo se mantiene firme en su estructura y yo, con esto, intento apuntalarlo en los recuerdos.
Me parece excelente este articulo. Gracias por compartirlo.
Excelente tu relato OSCAR, no viví en un conventillo pero si conocí algunos y todos los elementos nombrados pasaron por casa.- Gracias OSCAR por la bello recuerdo.-
¡Ja! Menos mal que no sabés escribir! Muy lindo tu relato. En mi blog wayasadas te invito a que entres en mis relatos para compartir esta pasión por contar cosas que tenemos. Un abrazo. Me gustó tu relato, copia e imprimo para leer… y releer… Abrazo, José
Oscar, si bien no viví en ningun conventillo,tuve mucha relacion con ellos por varias causas, leyendo tu muy buen relato se me pone la piel de gallina,hasta siento el olor de esos conventillos, cuando te referis a los de arriba, creo que se trata de una pension que conoci desde afuera que le llamaba euskady por la polaca o algo así… gracias por hacer conocer tu relato que es extremadamente real y muy bueno.-
Yo naci en Rosario, (Fisherton) frente al club atltetico Fisherton, luego de los 18 años trabaje muy cerquita de este hermoso y pintoresco barrio que hoy recuerdo con mucho amor,conoci una chica que tenia un Kiosco en O. Lagos y la que le sigue despues de jujuy llendo para la estacion Rosario Norte ( año 1968) Fue muy lindo todo lo que alli vivi y la gente que conoci, fueron años INOLVIDABLES que perduran por siempre en mi. Mis saludos a todas esas personas que habitan el barrio mas pintoresco de Rosario, Barrio Pichincha.
Dr. Oscar Tioni, vive hoy julio 2016 en la ciudad de San Nicolas?
Gracias
Alberto
agnodel@gmail.com
Buenisimo , ingrese en medicina una decada despues , pero la vida de estudiante fue parecida y muy divertida . Recuerdo los tres tomos de rouviere , los ocho parciales y el dificil gran final . (al aprobarlo ya nos creiamos medicos !!!!! jajaja hermosos recuerdos . felicitaciones .
Me alegró el día leer este testimonio. y recordar como si fuera una fotografía, los momentos que viví en la pensión de doña Enriqueta cuando iba a visitar a mi nona Alicia. A mí, me encantaba ir, porque era todo muy raro para mí. Me dio mucha nostalgia. Y también me acuerdo de Ninna. Un abrazo Oscar.
EXCELENTE NARRACION CREO FUIMOS COMPAÑEROS CON EL AUTOR YO VIVIA EN FRANCIA 149PLENO PICHINCHA Y CONCURRIA AL NORMANDI DABAN TRES PELICULAS POR SESION EL SEÑOR RAMOS QUE CITA NO EJERCIA EN CHAJARI E,RIOS Y VIVIA EN FRANCIA Y CATAMARCA CON EL GALLEGO HERNANDEZ..-SALUDOS RUBEN
exelente la narrativa , uno se instala en ese comventillo , vive y disfruta de tu relato , yo naci en rosario , pero vivo en buenos aires , y me encanta leer relatos de mi ciudad , exelente ,,,, gracias
Estimado Oscar.
Seguramente ya habrás reparado que el servidor de Wayasadas que era de origen inglés, ha cerrado. Por consiguiente perdí todos tus escritos sobre la colimba.
Ahora el blog con el mismo nombre «Wayasadas» podrás encontrarlo en el blogspot https://www.blogger.com/profile/04140576079114561110
Sería bueno que publicaras tus escritos en un blog porque vale la pena leerte amigo.
Abrazo
José