La ciudad del placer comprado

Fachada del Madame Safó
Aquí funcionaba el prostíbulo Madame Safó

Bajo esta premisa se desarrolla el artículo escrito por María Luisa Múgica en el suplemento Señales del Diario La Capital del domingo 10 de octubre de 2010. Siempre es alentador ver como nuevos trabajos reviven y revitalizan la historia de nuestro barrio. El artículo se da en el marco del lanzamiento del libro «Los desafíos de la modernización. Rosario 1890-1930» de los autores Alicia Megías, Agustina Prieto, María Luisa Múgica, María Pía Martín y Mario Gluck, de UNR Editora

por María Luisa Múgica

El Rosario Gráfico del 16 de abril de 1932 aludía irónicamente a Pichincha en términos de «una de las glorias por las cuales se conoce a la ciudad de Rosario», enunciado evocador del «placer comprado». El breve artículo mostraba a dos forasteros recién llegados a la Estación de Trenes de Sunchales, los que luego de una rápida inspección ocular se formaban algún concepto sobre la ciudad. Sus miradas eran encontradas. Por un lado, una de tipo «crítico», «socarrona» se perdía en Pichincha, dibujándose una «sonrisa de picardía» en el rostro o un guiño de ojo, algún gesto burlón ante la mujer «que le abre los brazos al primero que se le acerca por unas monedas». Y estaba también la del otro, «de estrecha moral, de vista corta, devoto de la hipocresía, pone la cara larga y muy seria, maldiciendo a los culpables de tener en exhibición, como en un muestrario, las casas prostibularias». Aunque también llegaban a Sunchales mujeres de edad madura y niñas púberes, casadas y solteras, madres e hijas que debían sortear «la orilla del pecado»

Pichincha era un barrio típico, «como todos los de su género» y estaba rodeado de una atmósfera particularísima. «Se advierte en él más bullicio, más algazara, otro lenguaje, una modalidad propia de extramuros. Se ve al vendedor de baratijas, buhonero de la ciudad, a la meretriz pintarrajeada, como se ve al tipo rufián que lleva en el bolsillo el producto de las chapas ganadas por la infeliz a quien explota. Pichincha es un ojo abierto hacia la estación por la que llegan los pasajeros de todos los puntos del país, ojo que parpadea con ritmo truhanesco, pupila a través de la cual se refleja la llaga sangrante de la prostitución»

Precisamente en un tono muy diferente al que actualmente se imprime, por entonces Pichincha era percibido como una de esas “glorias tristes” de la ciudad. Sin embargo, sus burdeles eran caracterizados —paradójicamente— como “casas alegres”. Un barrio que ponía a las familias honestas cuyas viviendas colindaban con las “casas-ferias del placer” ante una suerte de opción de hierro: estaban forzosamente obligadas a contemplarlo, o bien tenían que intentar no mirar tratando de ponerse “vendas en los ojos”. Barrio provocador de los sentidos, que tenía “su tono y su lenguaje” muy especiales, una cadencia, que podía conmover o bien incitar a “la doncella”, a “la adolescente” como a “la buena mujer de temperatura tropical”. Pichincha era un barrio ¿triste o alegre?, poblado de “cabriolas del pecado”, era al mismo tiempo “gangrena y ludibrio”.(…)

En otra oportunidad un periodista del Rosario Gráfico que firmaba como Facundo y era Rodolfo Puiggrós escribió una nota con visos moralizantes, que destilaba “pus”, en la que presentaba a Rosario como “la ciudad de los burdeles”, como una “gran represa” y a Pichincha como “su válvula de escape”. Un barrio al que se llegaba después de atravesar “cuadras ennegrecidas de gente, cruzadas de gritos que anunciaban productos farmacéuticos” y se llegaba así a los burdeles “supremo refugio de la libido en América”, “grotesca estupidez”, “máscara pusetulenta”, “tranquilidad de la moral hipócrita”, “padre de los vicios secretos y de las mejillas pálidas”. Era el burdel el lugar “donde el hombre entristecido encuentra una salida para sus pujantes instintos dionisíacos. Ya no es una fiesta, es un miserable pecado y como todo pecado trae el arrepentimiento”

Foco de corrupción o foco de infección. Era parte de la vida moderna, como lo era también el recurso de la fotografía. La nota periodística iba acompañada de algunas pocas imágenes que había tomado, quizás para darle más visos de realismo a la misma Antonio Berni, uno de los artistas plásticos más notables que dio la ciudad, con una cámara oculta en el sombrero.

Recientemente llegado de Europa, Berni comenzó a utilizar dos tipos de cámaras, una Leica y una de formato de 6 por 4 centímetros. Según mencionaba, las fotografías tomadas en los burdeles le sirvieron de inspiración para la serie Ramona Montiel. Por otro lado la Leica era especial para tomar fotografías sin que el otro se diera cuenta. La vivacidad de las imágenes y los efectos eran rotundos porque carecían de poses o de preparación previa.

Gisèle Freund decía que así apareció la fotografía cándida, la foto desapercibida, sacada “a lo vivo”. Para poder pasar desapercibido, el fotógrafo —como en este caso— debía evitar que le vieran y le oyeran, de ahí la necesidad de la prescindencia del flash o el disparado ruidoso, que podrían delatar la acción del fotógrafo. La Leica era especial para ello porque era una cámara de reducido tamaño, fácilmente transportable y que permitía sacar hasta 36 fotos sin necesidad de ser recargada.

En este caso las tres fotografías acompañaban un relato moralizante y crítico del mundo de la prostitución, un discurso compacto, homogeneizante y las vistas iban en ese mismo sentido, aunque quizás —desde hoy— eran menos explosivas que los títulos de la propia nota.

Anonimato de los lugares, público más bien escaso, pocas sillas y mesas instaladas a los costados de las salas, mujeres conversando con hombres, vestidas de calle, hombres con chambergos o gorras, de traje y corbata. La fotografía más osada mostraba una mujer en las faldas de un hombre, otra, una mujer parada, un hombre entrecruzando las piernas y sosteniéndose el rostro. A los concurrentes se los veía tan relajados que la propia languidez que destilaban las imágenes aún resulta abrumadora.

En la tercera, titulada “Simulando” se mostraba una pareja conversando y el hombre apoyado en la silla. Mobiliario rústico, paredes despojadas o cubiertas de mayólicas comunes daban cuenta de burdeles más bien baratos y distaban fuertemente de la atmósfera oriental que mostraba El Paraíso. En éste los paneles de madera profusamente trabajados y de una fina ebanistería, vitraux, inscripciones arabescas en los vidrios, la bóveda estrellada, configuraban un paisaje que parecía salido de Las Mil y una Noches (…).

En El Paraíso había apuestas fuertes para la mirada, muy lejos de la atmósfera retratada por los cronistas aquí. Las vistas y el propio relato tenían una cadencia especial, apuntaban a conmover al lector, a golpearlo, a suscitar emociones, aplanado por el verismo de las propias fotografías. Al mismo tiempo que convertía al fotógrafo, al lector y al cronista en voyeur y cómplices de ese viaje hacia un mundo que de ese modo se volvía menos impenetrable.

María Luisa Múgica – Suplemento Señales del Diario La Capital – 10 de octubre de 2013

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