Aquella Pichincha

Pichincha de Carlos Bonilla
Portada del libro Pichincha de Carlos Bonilla

Hace poco comentábamos que se lanzaba Pichincha, una nueva novela escrita por Carlos Bonilla basada en el pasado prostibulario de nuestro barrio. Hoy les traemos el discurso de presentación que el autor dio en el evento de presentación. Este breve da una completa fotografía del pasado del barrio.

La época que nos ocupa, no era precisamente parecida o similar a la nuestra; donde a principios del siglo XX, los protagonistas del arte de vivir, residían en esplendidos palacios, y las familias solían ser numerosas, siendo a su vez servidas por un nutrido personal doméstico, con algunos extranjeros incorporados para dar el buen tono necesario. Las damas recibían visitas en días fijos y los caballeros se reunían en clubes exclusivos. Sin embargo toda esta opulencia se fue extinguiendo entre los años 1914 y 1945, cuando se produce la decadencia del encumbrado sector que gobernaba la Argentina en tiempos del Centenario.

Entre los ritos familiares la pareja o sea el matrimonio, vivía rodeado de numerosos hijos, de un puñado de tíos y tías solteros y solteras, también de abuelos y de abuelas. Como tradición perduraba el criollismo, sin embargo los extranjeros enseñaban todavía a comportarse. Pero no todo era lujo o riqueza; las murmuraciones y los comentarios podían comprometer a un mujer de manera justa o injusta, y esa persona sería despreciada por la sociedad. Su vida sería realmente imposible, ya que no la invitarían a ninguna parte, ni le devolverían sus visitas, y si ésta osaba entrar en un salón, la frialdad de la dueña de casa y el vacío reinante, le harían entender lo inoportuno de su visita. Muchas veces, las jóvenes, perdían la amistad de sus amigas cercanas, y aun siendo ricas, tenían que contentarse con casarse con un joven de rango social inferior. En la época era común, que las mujeres permanecieran en sus casas, mientras que los hombres hacían vida en el club; por otro lado, las separaciones dentro del mismo hogar eran relativamente frecuentes, pero era evidente que ganarse la vida para las señoras de la élite, estaba vedada, al igual que irse a vivir por su cuenta.

Los varones eran tratados con dulzura, porque a los criollos, les horrorizaba los azotes que sus contemporáneos padres británicos, les propinaban a sus vástagos en la aristocracia inglesa. Estos eran mimados, y podían darse el lujo de tener amantes caras, donde los taitas y los malevos se mezclaban con los niños bien, que preferían arrendar sus estancias, a trabajarlas ellos mismos. Desde luego, que sus caprichos eran muy caros, sobre todo el automóvil, que había venido a proporcionarles un juguete veloz y muy costoso.

Es de comprenderse, que si esta era la vida de los que más tenían, imagínense, lo que sufrirían las clases inferiores; es decir, los pobres, que aparte de pasar todo tipo de calamidades, hambre, y miseria, debían trabajar de sol a sol, por sueldos muy bajos, lo cual nos lleva a reflexionar, que las víctimas propiciatorias, eran sin duda las jóvenes mujeres, que sino conseguían un trabajo de sirvienta o lavando ropa ajena, tenían que necesariamente prostituirse. Por supuesto, que muchas de ellas, eran traídas con engaños desde el interior del país, donde las cosas, desde luego eran mucho más graves. Pero prostituirse o ser sometida a la prostitución no era precisamente una salida fácil, sino todo lo contrario. Ya eran desclasadas por ser pobres, pero por trabajar en un burdel, el escalón las conducía mucho más abajo. Sometidas a un régimen, similar a la de un ghetto, eran obligadas a entregar casi todo el dinero a los proxenetas y cafiolos. Su vida se volvía en un encierro miserable, donde los pocos pesos que les quedaban se lo llevaban los “turcos” o los vendedores ambulantes. Mientras eran jóvenes y bonitas, los clientes las preferían, pero al volverse viejas, poco a poco, ya nadie las quería, y mucho menos pagar por ellas. Así que vueltas inservibles eran arrojadas a la calle. Si tenían hijos, se los quitaban y los daban en adopción o simplemente iban a parar a un Hospicio de Huérfanos. Tampoco se podían resistir a vivir de esa manera, ya que atender mal a los clientes, podía terminar en una feroz paliza, o más grave aún, en la muerte de la pupila.

La sociedad estaba en contra de ellas, y las personas “decentes” creían firmemente que ellas elegían esa vida, porque les gustaba; así que si sufrían penurias, éstas las tenían muy bien merecidas. No podían denunciar a nadie, ya fuese en las dependencias policiales, en tribunales, o a los medios de comunicación, porque los periodistas no siempre se hacían eco de su desgracia. Solo pasaban por este mundo como sombras que nadie quería ver, por representar todo lo malo y lo pecaminoso, que podía existir en una sociedad machista, cerrada, arcaica, cruel y envilecida.

Sin embargo es necesario que veamos otras miradas, sobre este mismo tema, pero de la mano de distintos autores que abordaron la presente cuestión. El destacado en primer lugar fue sin duda un periodista francés, Albert Londres; quién a través de sus investigaciones se dio cuenta de la magnitud internacional, que tenía este flagelo de la trata de blancas; y así lo destaca en su libro publicado en 1927, “El camino a Buenos Aires”, sin duda alguna un autentico periodismo de investigación, donde se desnuda la vida de los rufianes franceses y de los proxenetas que viajaban a buscar en Europa, mujeres jóvenes para explotar en Buenos Aires, o en las ciudades del campo, como se llamaba a Rosario, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, etc. Por supuesto, que el libro se vendió muy bien, sin que por esto los cafiolos o caften dejaren de seguir explotando a las pupilas. Pero su osadía la costo la vida, porque viajando en el barco Georges Philippard, en extrañas circunstancias, entre los días 15 y 16 de mayo de 1932, encuentra la muerte. Se trataba de un viaje desde China a Europa, y en donde de una manera misteriosa se produce un incendio en el barco, del que nadie duda que haya sido intencional. La nave iba cargada con unas trescientas mujeres destinadas a ejercer la prostitución en Argentina.

Pero es importante, ha pesar de los años, que compartamos los pensamientos de Albert Londres, y su mirada inquisitiva sobre una sociedad, donde las mujeres eran “fardos”, que debían llegar a destino, con todos los “sellos reglamentarios”. Es por eso, que procurarse una “gallina”, podría llegar a enriquecer al rufián; pero éste no la podía desatender, ya que el trabajo a desgano, no era bueno para el negocio. Generalmente la primera, solía ser la preferida, pero si éste quería ganar más, debía “doblarla”, o sea buscarse otra mujer. Siempre prestando atención y haciendo que éstas no se sintieran abandonadas. Dicho de otra manera, no había que romper la “maquina” que producía pesos. También se podía tener una “media”, o sea compartir una mujer con otro fiolo, y donde el grito mafioso llegaba ser “salud gallinas”. Así el sueño de todo rufián, era una vez rico, retirarse con su preferida, ya que como se decía; “ésta se había ganado los galones”.

La sociedad podía verse de esta manera, los hierros, las maquinarias, y las puntas de los cascos, eran alemanes. Los ferrocarriles, los trajes y los pepinillos en mostaza, eran ingleses. Los automóviles, las naranjas, y la mala educación eran yanquis. El barrendero era italiano; el mozo del comedor era español; el lustrador era sirio; pero la mujer preferida fue desde siempre la francesa, y la más cara.

Pero donde verdaderamente pone el acento, es describiendo al fiolo argentino, también llamado “canfinflero” o “cafishio”, conocido como rufián de una sola mujer, porque como se decía en la época, lo hacía para no cansarse. Este estaba siempre cuidando su apariencia, no solía comer, ni a beber. Es decir, se conformaba con una simple taza de café con leche y medias lunas, que le duraba todo el día, y de ser posible toda la semana. Como final Albert Londres pensaba; que no se cansaba de admirar a los argentinos, a causa del triunfo permanente que llevaban como una pluma en la mirada: “Estos atrevidos, pensaba yo, levantarían en brazos el Arco del Triunfo si los dejáramos”.

Otro autor fue el Comisario Julio Alsogaray, que se destaca por su libro “Trilogía de la Trata de Blancas”, publicado en el año 1933, donde se pone de relieve el doloroso fracaso de las instituciones en poner freno a los traficantes organizados en explotar a mujeres inocentes y donde la corrupción policial es desnudada en aquella famosa frase; “Vaya a que lo arreglen en Investigaciones”. Los beneficiarios eran, por ejemplo, el joven de familia bien que giraba en descubierto. El señor de abolengo, venido a menos y “arreglado” por investigaciones. El comerciante novel metido a contrabandista y “acomodado” en un trance de apuro; la “tapada” de los escándalos en que terminaron las orgías de degenerados de buena posición. Los “favores” concedidos a fallidos fraudulentos para solventar compromisos, etc. Sin embargo es importante destacar, que el Comisario, tío de los conocidos Alsogaray, trabajaría codo a codo, con el juez Rodríguez Ocampo; que fue el primero en iniciar acciones judiciales contra la temible organización mafiosa de Zwi Migdal: con distintos allanamientos. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, la Cámara de Apelaciones de la Capital Federal dejo sin efecto el fallo del juez, al rechazar los cargos de Asociación Ilícita y los inculpados recuperaron sus derechos de ciudadanos libres. Pero sin embargo, a pesar de esto, aquello fue el comienzo del verdadero final del paraíso prostibulario en la Argentina.

La Trata de las Blanquísimas, publicado en el año 1932, por Francisco Ciccotti; fue otro de esos libros, que puso una mirada distinta sobre el Buenos Aires de la época, así como del resto del país, en lo referente al florecimiento del mercado de importación de esclavas blancas. En un país, donde los agricultores eran parsimoniosos, los empleados estaban permanentemente endeudados, y donde la gente era casera y más bien triste, no excitándose más que los domingos en las canchas deportivas. Sin embargo, parece ser que los aficionados al sexo eran muy numerosos, y que las mujeres solían ser menos, hecho por lo tanto que lograba hacer sufrir a los solteros; donde una especie de insatisfacción sexual permanente, se apoderaba de ellos. Lo que obviamente traía aparejado la provocación de hondas perturbaciones psíquicas. En un esquema, donde la mujer argentina no era para el autor, uno de los ejemplos perfectos de belleza femenina: pero sí de valores morales. Exigiendo, como mujer maternal y hogareña una situación regular y un amor legal. Quizás esto implicaría la tragedia del pobre don juan argentino, que llevaba en su humor huraño, el tormento de sus instintos castigados, quejándose en los tangos, igual que un pobre gato desconsolado en la azotea.

Y hablando de tangos, un artículo de Enrique Medina, titulado “Tango que mi hiciste mal” nos acerca a la mística de las letras tangueras; así por ejemplo, Discépolo nos dice: “que el tango era un pensamiento triste que se baila. Mientras que otros pensaban, que solo era “el lamento de un cornudo”. La desolación de cafishio que pierde a la “mina” (en alusión a las minas de metal); resulta ser una pelea entre guapos, y porque uno le quito la mujer al otro. Así el tango llora con el “percanta que amuraste” donde no se refiere a una pena de amor, sino que lamenta la pérdida de la mina, que se le fue con otro; no dejandole el alma herida, sino el bolsillo vacío.

El final del Barrio prostibulario de Pichincha, fue hacia el año 1933, que entra en vigencia la Ordenanza Nº 7 del 30 de abril de 1932; donde se derogaba todas las anteriores ordenanzas, permisos, o concesiones, así como las resoluciones que reglamentaban el ejercicio de la prostitución. Por supuesto que hubo mucha resistencia, pero al final poco a poco los prostíbulos, salvo algunas excepciones se fueron cerrando. Es decir, el derrumbe del Imperio de Pichincha era un hecho.

Como final, quisiera leerles las palabras, que el mismo Londres escribió para sí: Londres escribió en él: «Me gustaría que me concedieran el honor de escucharme. Fui a la cárcel. Penetré en la casa de los locos. ¿Por qué? ¿Para contarles historias? Conozco muchas, más atractivas. A un hombre que desde hace quince años rueda sin cesar por el mundo, no le faltan historias. Quise bajar al foso al que la sociedad arroja lo que la amenaza. Y mirar lo que nadie quiere mirar. Juzgar la cosa juzgada. No he creído necesario dormir en paz sobre las mieles de la ley. Me pareció loable prestar una voz, por débil que fuese, a aquellos que no tenían el derecho de hablar. ¿Llegué a ser escuchado? No siempre. Los que viven sin cadenas, sin inconvenientes, los que comen todos los días, hacen tanto ruido que nadie percibe esas otras quejas, las que vienen de abajo».

Eso es precisamente lo que quiero hacer con este libro que hoy presentamos; prestar una voz a quienes no tuvieron la oportunidad en vida de contar lo que padecieron, aquellas miles y miles de mujeres y madres que vivieron como esclavas en el barrio prostibulario que fue Pichincha en Rosario.

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